En los anales de la historia, el oficio de la prostitución tuvo un estatus social mucho más digno que en el presente. De hecho, las diferentes confesiones religiosas fueron las primeras en apadrinar estas prácticas en honor de sus dioses y sus respectivos templos. Las primeras evidencias corresponden al Imperio sumerio (cuarto mileno a.C.), durante el cual sus sacerdotes dirigían un templo-burdel en la ciudad de Uruk (próxima a la actual Bagdad).
LA BENDICIÓN DE LAS DIOSAS DEL SEXO Y EL AMOR
El espacio sagrado, llamado kakum, estaba dedicado a la diosa Ishtar, consagrada al amor, la guerra, la fertilidad y, por supuesto, el sexo. Según sus creyentes, Ishtar era o bien hija del dios Sin, y de aquí su inspiración bélica, o bien del dios Anu. En este sentido, era exponente del amor, la intemperancia y la conducta licenciosa. El hecho es que el templo de esta deidad albergaba tres niveles diferentes de mujeres. Las del primer grupo participaban en los ceremoniales sexuales mientras que las del segundo nivel se ocupaban del mantenimiento del templo. En el tercer nivel estaban las de más baja consideración, que podían abandonar las instalaciones sagradas en búsqueda de clientes y cuya reputación era pésima.
La prostitución sagrada constituía una práctica bastante común no sólo entre las mujeres dedicadas al templo. En algunas de estas ceremonias se mezclaban sacerdotisas y creyentes en actuaciones orgiásticas en las que se usaban falos para simularla fecundación dé la diosa. Así ocurría con las sacerdotisas de Babilonia en el templo de la diosa Mylitta o con las diosas Nana y Afrodita/Venus. También en honor de la diosa Anahita, las mujeres babilónicas participaban de las fiestas llamadas saceas, que duraban cinco días y se llevaban a cabo en los mismos templos persas. En ellos, cuenta el escritor y científico romano Plinio, las jóvenes más bellas de los alrededores eran consagradas a la diosa y se prostituían a aquellos que venían a celebrar sacrificios, sin que esto fuera óbice para un buen matrimonio posterior.

Diferentes sacerdotisas incluyeron en sus obligaciones espirituales la prostitución a favor del templo: la Kezertu («la que se riza el pelo»); la Gadishtu, cortesana sagrada, y la Ha- rimtu, cortesana semisagrada de los templos asirios. Algunas de estas meretrices santificadas llevaban una vida claustral en el templo y el sexo de pago sólo era un ingrediente más de los ceremoniales en honor de sus deidades; otras, como las Qadishtu, alcanzaron cierta relevancia social y podían poseer tierras y desarrollar algunas actividades económicas.
Testimonios de la época, como el historiador griego Heródoto, denuncian costumbres babilónicas como la que imponía a todas las mujeres del país, alguna vez a lo largo de su vida, acudir al templo de Mylitta, sentarse y ofrecerse a un hombre desconocido. Las candidatas se identificaban con diademas de cuerda trenzada colocadas sobre su frente y se ubicaban dentro del recinto del templo hasta ser elegidas por un hombre. Las damas de mayor prestigio social, que deseaban mantenerse al margen del resto de mujeres allí presentes, acudían ocultas en carros hasta el templo y esperaban de igual modo a que se aproximaran los pretendientes.
Una vez que habían decidido realizar la ofrenda a la diosa, estas mujeres no podían regresar a sus hogares sin haberla consumado. Debían esperar pacientemente hasta que un candidato las seleccionara. Sobre este punto no tenían poder de decisión. El primer hombre que les lanzara unas monedas a las rodillas era el único con derecho a realizar el acto sexual con ellas (que se hada dentro del templo)
El ritual era sencillo: el varón paseaba hasta elegir a la candidata y le arrojaba dinero sobre las rodillas diciendo: «Te reclamo en nombre de la diosa Mylitta». Este gesto se consideraba sagrado y la mujer partía con él. Ningún hombre podía pujar por una mujer en concreto; sólo era cuestión de rapidez localizar a las más atractivas. Por su parte, las féminas menos agraciadas tenían grandes dificultades para cumplir con su deber sagrado y poder regresar a sus casas, así que algunas de ellas permanecían incluso años esperando este momento.
A esta promesa de entregarse una vez en la vida a un desconocido en honor a la diosa, se unía la práctica de ofrecerse por parte de las vírgenes casaderas.
La ley sugería que estas mujeres acudieran al templo a prostituirse de forma sagrada antes de contraer matrimonio, como condición necesaria para entregarse a un solo hombre y rechazar de forma legítima al resto. Aunque esta costumbre también ha sido considerada como parte de un rito de fecundidad, puesto que las diosas Ishtar, Mylitta y Afrodita son protectoras de las parturientas.

Dioses y prostitutas
La prostitución sagrada se da en casi todas las culturas. En la India se hallaban las devadasis («sirvientas de la deidad»), que en su origen eran mujeres que se casaban con una deidad en vez de con un hombre y se consagraban al templo de Shiva y sus santuarios. Su función principal era la de cuidar de estos espacios sagrados y participar de los diferentes ceremoniales con sus sensuales bailes. Sin embargo, también se ofrecían para satisfacer los apetitos sexuales del sacerdote y de los visitantes (sin ser consideradas por ello prostitutas). Estas prácticas eran valoradas como ofrendas para asegurar la fertilidad y prosperidad de la región.
El cristianismo y el islam se oponen frontalmente a la inclusión de la sexualidad en los cultos, pero en la India el influjo de estas dos religiones no fue suficiente para abolir la práctica de raíz. De hecho, ésta desapareció de forma progresiva a medida que aumentó la presión de la influencia musulmana y, a continuación, de los colonizadores británicos (estos últimos se mantuvieron al margen de la práctica mientras no supusiera un escándalo público). Así, los santuarios fueron prescindiendo de los servicios de las devadasis, hasta que el propio gobierno hindú puso punto final al prohibir la prostitución sagrada.
Por otra parte, en la propia Biblia aparece la figura de María Magdalena, la prostituta de los Evangelios y encarnación de la compasión. De hecho, las administradoras del sexo ritual también eran llamadas «compasivas», puesto que con sus actos se apiadaban de toda la raza humana.